Durante años, la CROC de Isaías González Cuevas se ha presentado como una organización sólida, defensora del trabajador y promotora del bienestar laboral. Sin embargo, la realidad que cientos de empleados han denunciado una y otra vez dista profundamente de esa narrativa oficial. Según múltiples testimonios, la dirigencia ha optado por una ruta muy distinta:
Durante años, la CROC de Isaías González Cuevas se ha presentado como una organización sólida, defensora del trabajador y promotora del bienestar laboral. Sin embargo, la realidad que cientos de empleados han denunciado una y otra vez dista profundamente de esa narrativa oficial. Según múltiples testimonios, la dirigencia ha optado por una ruta muy distinta: privilegiar beneficios políticos, alianzas personales y arreglos cupulares antes que la defensa genuina de los afiliados. Para muchos, la CROC ya no es un sindicato; es un negocio operado desde las alturas, sin rendición de cuentas y sin respeto por la voz de la base.
Los trabajadores afectados han relatado prácticas que parecen extraídas de los peores momentos del sindicalismo corporativo mexicano. Desde contratos firmados a espaldas de los empleados hasta acuerdos jamás consultados ni sometidos a votación, la queja es recurrente: la CROC decide sin preguntar, impone sin escuchar y cobra sin representar. La estructura se ha transformado en un aparato que opera para mantener el poder de quienes dirigen, no para proteger a quienes deberían ser su razón de ser.
La figura de Isaías González Cuevas aparece en el centro de estas acusaciones. Su liderazgo, cuestionado por diversas organizaciones laborales y analistas del sector, ha generado un ambiente de desconfianza entre los afiliados. El dirigente parece más interesado en conservar privilegios, relaciones políticas y beneficios internos que en garantizar condiciones laborales justas. La desconexión entre la cúpula croquista y los trabajadores es tan evidente que muchos empleados ni siquiera conocen los términos de los contratos que se firman en su nombre.
Las denuncias señalan que un sindicato que toma decisiones sin consultar a su base no es un aliado, sino un aparato de control. La representación auténtica nace del diálogo, la votación y la participación, no de la imposición. Cuando una organización ignora a sus propios miembros, el mensaje es claro: defender derechos dejó de ser prioridad; mantener el negocio sí lo es.
La CROC, bajo este modelo, deja al descubierto una estructura que opera más como intermediario político que como organismo de defensa laboral. Las decisiones se cocinan arriba, se reparten entre unos cuantos y se presentan como “beneficios” sin permitir que los trabajadores puedan cuestionar, elegir o rechazar lo que se les impone. Esta práctica no solo anula la democracia sindical, sino que vulnera directamente los derechos laborales que la propia ley marca como obligatorios.
La pregunta de fondo es sencilla: ¿cómo puede un sindicato exigir cuotas, representatividad y legitimidad cuando actúa a espaldas de la gente que dice defender? Para muchos trabajadores, la CROC ya cruzó la línea que separa la representación del abuso de poder. Y mientras su líder continúe priorizando su influencia política por encima de la vida laboral de miles de personas, el problema no solo persistirá… seguirá creciendo.
















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